28 diciembre 2017

El oráculo de Delfos



En la antigüedad clásica, los griegos y también los romanos y otros pueblos vecinos disponían del prestigioso oráculo de Delfos, situado en la ciudad del mismo nombre. Allí, una sacerdotisa del templo de Apolo, la Pitonisa, tocada por los vapores sulfurosos que emanaban del interior de la tierra –vaya, con un colocón considerable- aconsejaba a los peticionarios acerca de sus dudas, supongo que previo pago por un módico precio por las molestias.

Igualito que hoy día con los videntes de altas horas de la madrugada de algún que otro canal televisivo. Pero no quiero hablar de esa avifauna, sino del verdadero oráculo de Delfos moderno: san Google.

La gente ya no compra la megaenciclopedia de turno, ni si quiera le pregunta al cuñado que sabe de todo: lo mira en san Google. Incluso tiene una opción de “Voy a tener suerte” que es de lo más interesante.

Aparentemente es gratuito, pero con la información que directa o indirectamente le facilitamos, Google nos compra el alma como si del diablo se tratase y la revende en el mercado de las almas perdidas a buen precio.

De hecho, si se analiza seriamente qué le pregunta  la gente a Google es para alucinar. Ello me recuerda a una escena de la película Demolition Man, una pseudoutopía futura en la que aparentemente todo es bonito y perfecto, en la que un ciudadano algo deprimido le confiesa a un terminal, en plena calle, que se encuentra algo deprimido.

Aquí, más que a Google, me recuerda a un Eliza, un programa informático de inteligencia artificial muy elemental que hace tiempo se puso de moda, que simula a un psicoanalizador siguiendo unas pautas muy simples y con el que la gente suele engancharse fácilmente y acaban explicándole sus interioridades sin ningún tipo de tapujo.

Me extraña que Google no haya implementado un servicio “gratuito” de Eliza para sonsacarnos todavía más información personal y vendérsela al diablo por un módico precio.


13 diciembre 2017

El suplicio de Tántalo



Cuenta la mitología griega, que uno de los hijos de Zeus, Tántalo robó algo que no debía, cosa que enfureció a los dioses, quienes lo castigaron cruelmente: lo sumergieron en un lago con el agua a la altura de la barbilla, pero cada vez que intentaba saciar su sed con el agua, ésta se retiraba. Igualmente, tenía a su alcance un árbol cargado con jugosas frutas, pero cuando intentaba coger una, éstas también se retiraban. Y como colofón, una enorme roca sobre su cabeza amenazaba con aplastarlo en el momento más inesperado.

Los griegos tenían mucha imaginación. Este curioso suplicio me recuerda un poco a nuestra situación actual en la búsqueda de exoplanetas. Cada vez descubrimos más de ellos. Muchos, a una distancia de pocos años-luz de la Tierra y algunos con unas condiciones ambientales que podrían permitir albergar vida en su superficie.

Pero, mira por dónde, a pesar de estar relativamente cerca, al alcance de nuestra mano, están irremediablemente lejos, demasiado lejos. Tanto que con la tecnología actual o la que se vislumbra en un futuro cercano, será imposible llegar a ellos en un período de tiempo prudencial.

Incluso creando un arca generacional (La nave estelar, de Brian Aldiss o Cita con Rama, Arthur C. Clarke) o desarrollando la hibernación (Cánticos de la lejana Tierra, Arthur C. Clarke), dos tecnologías que ni si quiera sabemos si son posibles, siguen estando demasiado lejos para nosotros. Ninguno de los que ahora vivimos pisaremos jamas un exomundo, aunque éste sea habitable.

Eso me recuerda indefectiblemente al suplicio de Tántalo: tan cerca y a la vez, tan lejos. Y es posible que la roca sobre nuestras cabezas, similar a otro mito griego, el de la espada de Damocles, no sea un simple añadido. Como decía Stephen Hawking, tarde o temprano, un asteroide o cometa lo suficientemente grande acabará impactando sobre nuestro planeta y nos enviará directos al otro barrio.

No deja de ser irónico que habiendo aparentemente tantísimos mundos en nuestra galaxia, muchos de ellos potencialmente habitables, algunos incluso a pocos años-luz, estemos tan lejos de poder llegar a ellos como los griegos que miraban los cielos e inventaban imaginativos mitos sobre dioses y hombres.


07 diciembre 2017

Emigrando



Hace ya un tiempo que el científico retirado Stephen Hawking, conocido por todos, viene advirtiendo a la Humanidad que se tome en serio la exploración del espacio y que prepare a medio o largo plazo su migración desde el planeta Tierra a otros lugares del Cosmos.

¿Capricho? No. La Humanidad está condenada a la extinción si no emigra de la Tierra en un prudencial período de tiempo. Ya se sabe, tarde o temprano –es una cuestión estadística- un asteroide suficientemente grande o un cometa- acabarán impactando en nuestro planeta y provocarán una hecatombe. Como cuando se extinguieron los dinosaurios.

Si le añadimos que los humanos no hemos tratado precisamente bien a la Tierra (contaminación, cambio climático, residuos radiactivos, agotamiento de los recursos, superpoblación, existencia de arsenales químicos, nucleares y bacteriológicos, etcétera) la cosa se pone fea si esperamos suficiente tiempo.

Aunque no se nos venga encima un cometa de los gordos, siempre puede surgir en algún país perdido, un loco con armas nucleares que desencadene el Armagedón. Estaba pensando, sin ir muy lejos, en Corea del Norte, pero de candidatos hay unos cuantos. Occidente solito tiene el triste récord de disponer de arsenales de armas de destrucción masiva más que suficientes para destrozar todo rastro de vida por encima de las bacterias en nuestro mundo.

Me temo que Hawking es un optimista. Quizás podamos huir de los cometas o de los asteroides, pero no podemos huir de nosotros mismos. Lo cierto es que si emigramos a otros mundos, nos llevaremos nuestra idiosincrasia con nosotros. Seguirá habiendo naciones, egoísmos, xenofobias, guerras y otras tantas cosas que, por desgracia, nos son connaturales y que reproducirán la historia.

Si algo podemos aprender de la Historia, es que no aprendemos la lección. Es cierto que desde la II Guerra Mundial no ha habido ningún conflicto masivo que implique a toda la Humanidad, pero ha habido multitud de pequeños conflictos que, a efectos prácticos, han representado una especie de III Guerra Mundial a cámara lenta, más silenciosa, pero bastante mortífera.

Tal vez tendríamos que aprender a mejorar como especie antes de esparcir la porquería por toda la galaxia. No se me ocurre una peor pesadilla que una galaxia habitada por humanos, poco diferenciados de unos antropoides belicosos que somos nosotros.