31 enero 2007

Lágrimas de metal

No deja de resultar sorprendente que algunos de los momentos más emotivos de la ciencia ficción tengan que ver con la “muerte” o extinción de inteligencias artificiales. Con la cantidad de humanos muertos que suele haber en algunas novelas, es paradójico que las lagrimitas tiendan a saltar con la muerte de nuestro ordenador o robot favorito.

Isaac Asimov contaba como anécdota que cuando tuvo que matar a uno de sus protagonistas favoritos, el detective Elijah Baley recibió un montón de cartas quejándose de ello. Pero nada comparable al enorme alud que recibió cuando decidió matar a Giskard Reventlov, un robot, en Robots e Imperio. Fascinante.

Algo parecido sucede en el final de El hombre del bicentenario (o El hombre bicentenario) también de Asimov, cuando Andrew decide poner fin a su existencia a fin de ser considerado plenamente humano.

O qué me decís del final de la última película de la saga de Star Trek, Némesis, con Data.

Aunque tal vez, para mí el más emotivo de todos sea la destrucción de HAL 9000, el ordenador de la Discovery en 2001. Una odisea en el espacio y 2010. Odisea dos. Una vez “curado” de la neurosis que produjo un comportamiento homicida en HAL, el doctor Chandra, su creador le comunica que debe sacrificarse para que los humanos puedan escapar con vida de la nova joviana.

HAL lo acepta y con un infantil, conmovedor y brevísimo diálogo hace trizas nuestro corazoncito:

- ¿Doctor Chandra?

- ¿Sí, HAL?

- ¿Soñaré?

Lo que deja al pobre doctor Chandra en un estado depresivo y lloroso que tendrá sus consecuencias en el viaje de vuelta.

Claro que, para finales conmovedores, el de Blade Runner, con la muerte del replicante pronunciando uno de los discursos más conocidos y conmovedores de toda la historia de la ciencia ficción:

“Yo he visto cosas que vosotros no creeríais.

Atacar naves en llamas más allá de Orión.

He visto Rayos-C brillar en la oscuridad

cerca de la Puerta de Tannhäuser.

Todos esos momentos se perderán

en el tiempo como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir.”

¿A qué viene este lirismo desaforado por la muerte de una inteligencia artificial en comparación con el poco caso que solemos hacer de las inteligencias naturales?

Es más, precisaría incluso más y hablaría de lirismo por la muerte de inteligencias no humanas. Conmovedora es también la muerte del alien en Enemigo mío de Barry B. Longyear o la del perro inteligente Sirio en la novela del mismo nombre, de Olaf Stapledon.

Supongo que se trata en parte de una cuestión de identificación. En muchos casos, nos hemos identificado con el protagonista, que no siempre es el humano. En otros casos, nos sorprende que la máquina, en una especie de acto de nobleza cibernética, decida sacrificarse por nosotros.

Esta teoría entroncaría con la hipótesis de que muchos de los robots de la ciencia ficción son, en cierta manera, metaforizaciones de los ángeles de la guarda de la mitología judeocristiana, que velan por nosotros y nos protegen de todo mal.

Un buen ejemplo de ello son las conocidas tres leyes de la robótica de Asimov, que convierten a los robots en poco menos que en avanzadísimos esclavos, aun así carentes de malicia o de rencor contra los humanos que los explotan, a veces, sin el menor recato.

Por ello, cuando el robot o la máquina demuestran tener esa inocencia, tiempo ha perdida en los seres humanos, como si de niños se tratase, tendemos a emocionarnos con ellos y a llorar su pérdida.

Y es que, a fin de cuentas, tal vez los robots cuando mueran vayan a su particular cielo, como comenta en un contexto de lo más sarcástico el androide Kryten de la serie El enano rojo. ¿De qué, si no existiese el cielo del silicio, las máquinas iban a soportar a los insufribles seres humanos? Da que pensar…

1 Comments:

At 12:26 p. m., Blogger Yarhel (Enric Quílez) said...

Gracias por la sugerencia. Lo localizo y lo leo.

 

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